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Un aspecto que poco se atiende dentro del tsunami familiar que representa la
destrucción de los lazos que une a la pareja, ya sea por incompatibilidad de ca-
racteres, infidelidad, falta de entendimiento, nula tolerancia u otros factores, es
precisamente el impacto y las secuelas que marcan la vida de los hijos, en parti-
cular en el caso de los menores de edad.
La guerra campal en la que se convierte una relación conyugal cuando existe
incomprensión o infidelidad entre las partes, muchas veces toma como justifica-
ción o como “botín” a los niños.
Es triste encontrar a personas que, guiadas por la ceguera del odio y el rencor
ante actos o hechos de traición generados por ellas o sus parejas, destruyen de
manera inconsciente aquello por lo que lucharon durante tantos años y que fue
el eje de su vida.
Esa desorientación personal causada por experimentar cambios incontrola-
bles de estados de ánimo, intrigas y definición de prioridades por las que se pasa
durante un proceso de separación, muchas veces ocupa a las parejas, que de-
jan de lado la importancia de sus hijos como seres humanos y como individuos
que también piensan y sienten. Esos hijos que, confrontados con las discusio-
nes entre sus padres, ven trastocados los principios y valores adquiridos desde
temprana edad, en una debacle provocada por los sentimientos de ira, temor,
frustración e intolerancia que viven día a día y sin que las parejas reparen en el
daño que les infieren.
Bajo estas circunstancias se pierde de vista que la educación de los hijos co-
rresponde a ambos padres y que presenciar la agresión a la imagen de alguno de
ellos por el otro es como destruir la mitad de lo que son. Puesto que la madre y el
padre representan su modelo más inmediato a seguir y de ellos obtienen sus pri-
meras enseñanzas, cuando éstos se atacan mutuamente, de palabra o de obra,
los menores pierden su fortaleza espiritual y la seguridad de que sus principios y
valores que de ellos han aprendido, continúen teniendo alguna validez.
Si la imagen de sus principales maestros, que son sus padres, ha sido destrui-
da, los niños se confunden y normalmente se vuelven vulnerables a su entorno.
Entonces, pueden buscar dar salida a sus frustraciones exponiéndose a drogas,
alcohol, prostitución, embarazos prematuros o marcando su personalidad con
actos de violencia e intolerancia, lo cual termina por convertirse en un problema
social.
La ruptura de un matrimonio, por la causa que sea, se da entre dos perfectos
desconocidos en quienes no corre ni una gota de sangre del otro. La unión de
estas dos personas se originó por un sentimiento o interés mutuo, y la falta del
mismo causa la separación.
Sin embargo, los hijos son el resultado de esa relación y siempre lo serán por-
que en sus cuerpos sí corre sangre de ambos, de ahí que el vínculo de paren-
tesco que existe entre ellos es de por vida y, probablemente, también lo será su
relación afectiva.
Por todo lo anterior, no es recomendable involucrar a los hijos en problemas
de los cuales ellos no son responsables y sí pueden salir muy afectados. Debe
considerarse que en un futuro los hijos reflejarán lo que han visto en sus propias
familias.